El domingo 13 de septiembre de 1846, un campesino de los Ablandins, Pierre Selme, tiene a su pastor enfermo. Desciende al pueblo de Corps, a la casa de su amigo el carretero Giraud, y le dice: “Préstame a tu Maximino por algunos días…“, “¿Memín pastor? ¡Es muy descuidado para eso!“… Discuten el asunto y acaban poniéndose: el 14 de septiembre tenemos a Maximino en los Ablandins, donde también se encuentra Melania al servicio de Baptiste Pra. La tarde del viernes 18 de septiembre los dos niños van a guardar sus rebaños en los terrenos comunales en el monte sous-les-Baisses (Le Planeau). Maximino busca entablar conversación, Melania se muestra distante. Descubren, no obstante, un punto en común: los dos son de Corps, aunque no se conocían. Quedan en volver al mismo lugar a guardar las vacas juntos al día siguiente.

Así pues, el sábado 19 de septiembre de 1846, temprano, los dos niños cruzan las pendientes del monte sous-les-Baisses, cada uno llevando cuatro vacas; Maximino además, su cabra y su perro Loulou. El sol resplandece sobre los pastos. A mitad de jornada, el Ángelus suena allá abajo en el campanario de la iglesia de la aldea. Entonces los pastores conducen a sus vacas a la “fuente de las bestias”, una pequeña represa que forma el arroyuelo que baja por la quebrada del Séiza. Después las llevan hacia una pradera llamada “le chômoir”, en las laderas del monte Gargas. Hace calor, las vacas se ponen a rumiar.

Luego Maximino y Melania suben un pequeño valle hasta la “fuente de los hombres”. Junto a la fuente toman su frugal comida: pan con un trozo de queso de la región. Otros jóvenes pastores, que guardan más abajo, se les unen y charlan entre ellos. Una vez que ellos marchan, Maximino y Melania cruzan el arroyo y descienden unos pasos hasta cerca de la hondonada seca de una fuente agotada, la llamada “pequeña fuente”. Reposan la comida y se quedan dormidos. Hace bueno al sol de este fin del verano, no hay nubes en el cielo. Al rumor del arroyo, se añade, además, la calma y el silencio de la montaña. Pasa el tiempo…

Melania se despierta la primera y, cuando no ve las vacas, sacude a Maximino: “¡Memín, Memín, rápido, vamos a ver nuestras vacas… No sé dónde están!“. Rápidamente suben la pendiente opuesta al Gargas. Al volverse, pueden ver todo el pastizal: sus vacas están allí, rumiando plácidamente. Los dos pastores se tranquilizan. Melania comienza a descender. A media pendiente, se queda inmóvil y asustada: “¡Memín, ven a ver, allá, una claridad!“.

Cerca de la pequeña fuente hay como un globo de fuego. Melania señala con el dedo hacia el fondo del barranco, donde ellos habían estado durmiendo. Maximino se acerca a ella, que está paralizada de miedo. La claridad se mueve, gira sobre sí misma. Aparece envuelta en ella una mujer, sentada, la cara oculta entre sus manos, los codos apoyados sobre las rodillas, en una actitud de profunda tristeza. 

La Bella Señora, como ellos la llamarán, se levanta y les dice: “¡Acercaos, hijos míos, no tengáis miedo, estoy aquí para transmitiros un gran anuncio!“. Entonces, se aproximan a ella.

La miran, ella no cesa de llorar. “Parecía una madre a quien sus hijos habían pegado y se había refugiado en la montaña para llorar”, dirán. La Bella Señora es de gran estatura y toda de luz. Está vestida como las mujeres de la región: falda larga, un gran delantal a la cintura, pañuelo cruzado y anudado en la espalda, gorra de campesina. Pero además, rosas coronan su cabeza, bordean su pañuelo y adornan sus zapatos. En su frente una luz brilla como una diadema. Sobre sus hombros pesa una gran cadena. Una cadena más fina sostiene sobre su pecho un crucifijo deslumbrante, con un martillo a un lado y unas tenazas a otro.

Los dos niños contarán: “Ha llorado durante todo el tiempo que nos ha hablado“. Juntos o separados, ellos repiten las palabras de la Bella Señora a cualesquiera que sean sus interlocutores: peregrinos o simples curiosos, personalidades civiles o eclesiásticas, investigadores o periodistas, sean favorables o contrarios, lleven buenas intenciones o no.

Como Maximino y Melania, dejemos resonar en nosotros lo que ella dijo en la montaña. Con ellos, escuchémosla, mirando sobre su pecho el crucifijo deslumbrante de gloria. Después de sus palabras iniciales, referidas anteriormente, he aquí lo que nos ha transmitido:

“Si mi pueblo no quiere someterse, me veo forzada a dejar libre el brazo de mi Hijo. Es tan fuerte y tan pesado que no puedo sostenerlo más”. “¡Hace tanto tiempo que sufro por vosotros!”. “Si quiero que mi Hijo no os abandone, estoy encargada de rogarle sin cesar por vosotros, ¡y vosotros no hacéis caso!. Por más que recéis, por más que hagáis, jamás podréis recompensar el sufrimiento que he asumido por vosotros”.

“Os he dado seis días para trabajar, me he reservado el séptimo, ¡y no se me quiere conceder! Esto es lo que hace tan pesado el brazo de mi Hijo”. “Y también los que conducen los carros no saben jurar sin poner en medio el nombre de mi Hijo. Son las dos cosas que hacen tan pesado el brazo de mi Hijo”.

“Si la cosecha se pierde, no es más que por culpa vuestra. Os lo hice ver el año pasado con las patatas, ¡y no hicisteis caso! Al contrario, cuando las encontrabais estropeadas, jurabais, metiendo por medio el nombre de mi Hijo. Van a seguir pudriéndose, y este año, por Navidad, no habrá más”.

 Hasta aquí la Bella Señora ha hablado en francés. La palabra “pommes de terre” (patatas) intriga a Melania. En el dialecto de la región se dice de otra forma (“las truffas“). El término “pommes” le hace pensar en el fruto del manzano. Ella se vuelve a Maximino para pedirle una explicación. Pero la Señora se anticipa:

“¿No comprendéis, hijos míos? Os lo voy a decir de otra manera”

Y continúa su mensaje en el dialecto local retomándolo desde “si la cosecha se pierde” para añadir:

“Si tenéis trigo, no servirá de nada sembrarlo. Todo lo que sembréis, se lo comerán los bichos, y lo que salga se quedará en polvo cuando se trille”. “Vendrá una gran hambre. Antes de que llegue el hambre, a los niños menores de siete años les dará un temblor y morirán en los brazos de las personas que los tengan. Los demás harán penitencia por el hambre. Las nueces saldrán vanas, las uvas se pudrirán”.

De repente, aunque la Bella Señora continúa hablando, solamente Maximino la oye, Melania la ve mover los labios, pero no oye nada. Unos instantes más tarde sucede lo contrario: Melania puede oirla, mientras que Maximino no. La Bella Señora había hablado en secreto a Maximino y luego también en secreto a Melania. Después, de nuevo, los dos juntos pueden oír sus palabras:

“Si se convierten, las piedras y las rocas se convertirán en montones de trigo, y las patatas se encontrarán sembradas por las tierras”.

– “¿Hacéis bien vuestra oración, hijos míos?”
– “No muy bien, Señora”, responden los niños
– “¡Ah!, hijos míos, hay que hacerla bien, mañana y tarde. Cuando no podáis más, rezad al menos un padrenuestro y un avemaría, pero, cuando podáis, rezad más”.

“Durante el verano no van a misa más que unas ancianas. Los demás trabajan el domingo todo el verano. En invierno, cuando no saben qué hacer, no van a misa más que para burlarse de la religión. En Cuaresma van a la carnicería como perros”.

-“¿No habéis visto trigo estropeado, hijos míos?”
– “No, señora”, contestan. Entonces ella se dirige a Maximino:
– “Pero tú, hijo mío, tienes que haberlo visto una vez, en Coin, con tu padre. El dueño del campo dijo a tu padre que fuera a ver su trigo estropeado. Fuisteis allí, tu padre cogió dos o tres espigas de trigo en sus manos, las frotó, y todo se quedó en polvo. Después, al regresar, como a media hora de Corps, tu padre te dio un pedazo de pan, diciéndote: “Toma, mi pequeño, come todavía pan este año que no sé quién lo comerá al año que viene si el trigo sigue así!”. Maximino responde:
– “Ah sí, es verdad, Señora, ahora me acuerdo, lo había olvidado”.

Y la Bella Señora concluye, no en el dialecto local, sino en francés:

“Bien, hijos míos, hacédselo saber a todo mi pueblo”.

Después, da un paso girando a su izquierda. Maximino se aparta un poco para dejarla pasar. Franquea el arroyo y comienza a subir la pendiente opuesta. Sin volverse, dice:

“Pues bien, hijos míos, hacédselo saber a todo mi pueblo”.

Todo está dicho. La Bella Señora sube el repecho que va desde el fondo del barranco hasta el “Collet” (el pequeño collado). Al llegar a la cima, se eleva a la altura de un metro y medio aproximadamente. Los niños, que la han seguido, la alcanzan. Ella mira al cielo, después hacia abajo. Vuelta hacia el sudeste, “envuelta en luz“, van desapareciendo lentamente la cabeza, los hombros, el resto del cuerpo. Maximino, ya no viendo más que una rosa en el pie de la Bella Señora, intenta cogerla: su mano se cierra vacía.

La claridad desaparece, Melania aventura una reflexión: “No sería, tal vez, una gran santa?” “¡Si lo hubiéramos sabido“, responde Maximino, “le habríamos dicho que nos llevase con ella!” Los niños no habían identificado a quien habían encontrado en la montaña.

 

Contenido adicional
Carta de aprobación canónica de la aparición de la Saleta (19/09/1851) 
Carta de Juan Pablo II con motivo del 150 aniversario de la aparición de María en la Saleta (06/05/1996)